“La gran apuesta” (The Big Short) es una de las grandes sorpresas en la carrera de los Oscar 2016. Nadie daba un clavel por ella al principio y a unos días de la gala se ha posicionado como una de las favoritas en algunas categorías principales. Por lo tanto, las expectativas de ver una gran película eran altas, y en consecuencia, muchos salieron del cine con ganas de darse una ducha fría meciéndose en un rincón mientras se preguntaban “qué ha podido pasar para que alguien nomine esto”.
Al margen de los Oscar (creo que es obvio que no merece estos alardes), el mayor problema de “La gran apuesta” es que no hay ficción como tal, no hay trama, no hay historia más allá de los hechos reales en los que se basa (el crack bursátil de 2008). Adam McKay usa como excusa a cuatro actores de renombre (Bale, Carrel, Gosling, Pitt) para que sean las caras que te van a explicar el origen de la crisis y cómo es Wall Street, todo de forma tremendamente expositiva y con pelucas ridículas.
Escribo actores, que no personajes, la película no tiene de eso, a pesar de los esfuerzos de Carrel por intentar lo contrario.
En cierto sentido, “La gran apuesta” es la crisis explicada en códigos extracinematográficos dignos de la generación Y: como si estuviese escrita en Buzzfeed, con un montaje psicotrópico al que sólo le faltan los LOLs, el dubstep y los memes hechos con paint. Todo ello salpimentado de un cuñadismo extremo. Una anarquía que, sin embargo, no deja de ser magnética, con un montaje eléctrico digno de una terapia de choque.
En definitiva, una película que podrá gustar a los cuñados adictos a la bolsa pero que aportará poco a los que busquen una fuente documental de calado para informarse sobre la crisis (para eso ya está “Inside Job”) y menos a los que busquen una narración o personajes interesantes (para eso ya está “El lobo de Wall Street”).
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